
Paciencia y silencio, ingredientes de una buena educación infantil
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En muchos hogares el ruido es constante. El sonido de los juguetes, las pantallas encendidas, las conversaciones que se solapan o los llantos inesperados forman parte de la vida cotidiana de las familias con niños.
En medio de ese escenario, la paciencia y el silencio parecen, a veces, lujos inalcanzables. Sin embargo, hay quienes sostienen que ambos son, más que lujos, pilares indispensables para educar con equilibrio y para aprender a vivir en comunidad.
La paciencia se describe como una virtud, pero también como un ejercicio. No todos nacen con ella, y en ocasiones hay que trabajarla como si fuera un músculo que necesita entrenamiento. Aprender a esperar, a no rendirse ante los primeros obstáculos y a mantener la calma incluso cuando las cosas parecen ir en contra, son actitudes que no solo fortalecen a los adultos, sino que ofrecen un ejemplo directo a los más pequeños. Los hijos observan, absorben y repiten lo que ven. Si en casa los padres se muestran pacientes, los niños entienden que esperar puede ser parte de la solución, que no todo requiere prisa y que en la calma también hay fuerza.
Pero la paciencia no se limita a saber aguardar. También implica aceptar lo inevitable y reconocer que cada situación tiene su propio tiempo. De ese modo, el adulto transmite un mensaje claro: no hay que desesperar por lo que se escapa de nuestras manos, sino actuar con inteligencia para aprovechar lo que sí está al alcance.
El silencio, por su parte, no es sinónimo de ausencia ni de vacío. Más bien funciona como un espacio de conexión. Un hogar en el que se sabe cultivar el silencio enseña a los niños que no siempre es necesario llenar cada segundo con palabras o sonidos. Callar puede ser, en muchas ocasiones, un gesto de respeto, una forma de escuchar de verdad y también una manera de compartir complicidad.
No todos los silencios son iguales. Existen los incómodos, que revelan distancia, y los que se viven en confianza, cuando la sola presencia del otro basta para sentirse acompañado. En la familia, el silencio puede convertirse en un refugio compartido, en la prueba de que la compañía no necesita siempre ruido para ser valiosa. Además, permite detenerse y mirar alrededor: reconocer lo que se tiene cerca, escuchar los propios pensamientos, descubrir el mundo con más claridad.
Enseñar a los hijos a valorar esos instantes, a encontrar en el silencio una fuente de calma, puede ser tan importante como inculcar cualquier otra habilidad práctica. Crear momentos de quietud en casa —mientras leen, descansan o simplemente se dejan envolver por la ausencia de ruido— es una forma de educación tan eficaz como cualquier lección explícita.
La paciencia y el silencio, cuando se ejercitan en la vida familiar, no son solo herramientas educativas: se convierten en aprendizajes vitales. En ellos se esconde una manera de resistir, de respetar y de convivir. En tiempos de prisa y de ruido constante, redescubrirlos puede ser, más que nunca, una necesidad.
© SomosTV LLC-NC / Photo: © Greater Green Bay YMCA
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