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Niños se esfuerzan más cuando el juego es divertido

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En un parque de Berkeley, un grupo de niños de entre cinco y diez años se enfrenta a un dilema inusual: lanzar bolsas de frijoles hacia bloques de madera decorados con tiburones de tela. Pueden acercarse para ganar stickers o retroceder tres metros "por puro gusto". La escena, parte de un estudio de las universidades de Harvard y California, revela una paradoja: el juego, acto aparentemente frívolo, es un laboratorio de toma de decisiones complejas donde el placer y el esfuerzo se entrelazan.

El estudio sugiere diseñar actividades donde el error no penalice, sino intrigue. "En vez de evitar que un niño falle al construir una torre, deberíamos observar cómo modifica su estrategia. Ese proceso es aprendizaje puro", ejemplifica la investigadora Elizabeth Bonawitz, de Harvard. Propone integrar elementos de juego libre en materias tradicionales: usar disfraces en clases de historia o problemas matemáticos con múltiples soluciones "divertidas".

Neurocientíficos ajenos al estudio apuntan a mecanismos cerebrales: al eliminar la presión externa, el sistema de recompensas libera dopamina ante desafíos autoimpuestos. "Es como escalar una montaña por el placer de hacerlo, no por la medalla", compara un experto. Esto explicaría por qué, en entornos no competitivos, los niños persisten más tiempo en tareas difíciles.

Bonawitz enfatiza implicaciones sociales: "Subestimar el juego refuerza desigualdades. Niños en entornos pobres suelen tener menos acceso a juegos estructurados que fomenten esta autosuperación". Recuerda que en el experimento, varios participantes de zonas marginadas mostraron mayor creatividad al modificar reglas, sugiriendo que el juego libre podría compensar carencias educativas.

Aunque el estudio se centró en población estadounidense, datos preliminares de réplicas en Finlandia y Kenia muestran variaciones. En Helsinki, el 62% de los niños eligió dificultad máxima al jugar por diversión, frente al 38% en Nairobi. "En sociedades con énfasis en la autonomía infantil, el juego autoimpuesto parece más valorado", sugiere la antropóloga Liisa Korpela, partícipe de la investigación global. En contraste, en contextos donde el juego colectivo tradicional predomina —como el "kippko" keniano, donde niños guían rebaños imaginarios—, la motivación intrínseca se alinea con objetivos comunitarios. Estos matices plantean preguntas sobre cómo adaptar políticas educativas sin homogenizar prácticas culturales.

Mientras escuelas debaten cómo integrar estos hallazgos, en Berkeley los niños siguen lanzando bolsas hacia los tiburones de tela. Un niño de siete años resume lo aprendido: "Cuando juego para mí, me gusta que sea difícil. Así siento que puedo con todo". La frase, espontánea, podría resumir décadas de investigación: el juego no prepara para la vida; es la vida misma en su forma más esencial.

© SomosTV LLC-NC / Photo: ©  Unsplash

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