
La transición escolar: entre juegos, pantallas y neurodiversidad
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Claire Hughes, subdirectora del Centro de Investigación Familiar de la Universidad de Cambridge, guarda en su memoria un detalle revelador de su primer año escolar: "Escribía los números tan diminutos que mi profesora pensó que pretendía lucirme. En realidad, solo quería hacerlo bien". Esta anécdota, que evoca con una sonrisa, no es un mero recuerdo personal. Para la coautora de "The Psychology of Starting School", ilustra cómo las experiencias adultas proyectan sombras sobre el presente de los niños. "Los padres temen que sus hijos repitan sus traumas, pero las aulas actuales son espacios más flexibles, aunque persista la ansiedad por los estándares académicos", explica.
El libro, basado en décadas de investigación, desmonta mitos arraigados. Uno clave: la idea de que la "preparación escolar" se mide en destrezas como la fonética o el conteo. "Para los niños, el éxito no se define en letras o números, sino en cómo navegan el laberinto social del recreo", señala Hughes. Estudios con cientos de familias muestran una brecha perceptiva: los padres subestiman el disfrute de sus hijos en juegos libres —solo conocen los conflictos que les relatan— y sobrestiman su satisfacción durante las lecciones estructuradas. "Un niño rara vez cuenta que se aburrió haciendo sumas. Pero si le preguntas, te dirá que el mejor momento fue inventar una danza con un compañero al borde del arenero".
Esta divergencia refleja un cambio de paradigma. Hughes cita investigaciones que vinculan las habilidades socioemocionales de la infancia con el éxito laboral décadas después. "En un mundo donde Google responde cualquier pregunta, lo que perdura es la capacidad de colaborar, adaptarse y resolver conflictos. Justo lo que se ejercita al negociar turnos en el tobogán", argumenta. Un ejemplo concreto: niños que a los cinco años demuestran empatía al consolar a un par llorando tienen más probabilidades, a los 25, de liderar equipos con bajos índices de rotación.
La pandemia: pantallas que acercan y habilidades que se alejan
El impacto del COVID-19 en las transiciones escolares dejó un legado ambivalente. Plataformas como Tapestry —que comparten videos diarios de actividades en el aula— derribaron muros entre hogares y escuelas. "Los maestros descubrieron que un clip de dos minutos sobre cómo su hijo resuelve un rompecabezas tranquiliza más a los padres que tres reuniones formales", comenta Hughes. Pero la virtualidad tuvo costos: "Los niños que ingresaron a primaria en 2022 mostraban un vocabulario 40% más reducido que las cohortes prepandemia, según datos del Departamento de Educación británico. Y no por falta de capacidad, sino de oportunidades para conversar espontáneamente".
En Reino Unido, donde la escolarización formal comienza a los cuatro años —un año antes que en Escandinavia—, el ajuste se volvió más abrupto. "Allí posponen la lectoescritura hasta los siete, priorizando el juego simbólico. Aquí, los pequeños deben dominar el alfabeto mientras aprenden a separarse de sus padres y hacer amigos", explica Hughes. El sistema británico, marcado por evaluaciones estandarizadas desde los cinco años, enfrenta una paradoja: "Si proteges los primeros años para construir seguridad y entusiasmo, cuando lleguen las metas formales, los niños las abrazarán. Si exiges logros académicos mientras navegan cambios emocionales, obtienes resistencia y ansiedad".
Hong Kong vs. Helsinki: ¿felicidad o rendimiento?
Las comparaciones internacionales en el trabajo de Hughes revelan contradicciones culturales. En Hong Kong, las escuelas primarias son "templos de intensidad" con jornadas de 15 horas semanales. "Los niños de cinco años tienen clases de mandarín a las 8:00 AM y matemáticas avanzadas a las 10:00, pero salen al mediodía. El resto del día lo dedican a actividades extracurriculares elegidas por ellos", detalla. Contrasta con Finlandia, donde las aulas de primer grado parecen "talleres de arte": el 80% del tiempo se invierte en juegos colaborativos, y la lectoescritura formal comienza a los siete.
Pero Hughes advierte contra los estereotipos: "En Hong Kong existen 'happy schools' —instituciones sin tareas— que desafían la dicotomía entre disfrute y rendimiento. La idea de que solo puedes tener un niño feliz o un niño aplicado es falsa. Nuestros datos muestran que la alegría en el aprendizaje correlaciona con perseverancia a largo plazo". Un estudio en Bristol siguió a 300 estudiantes durante una década: aquellos cuyos primeros años combinaron exploración lúdica con desafíos graduales mostraron mayor resiliencia ante fracasos en la adolescencia.
El capítulo final del libro, "Diversidad en el aula", cuestiona etiquetas. Hughes rechaza el término "neurotípico": "Es tan vacío como decir 'persona normal'. Todos tenemos cerebros únicos, como huellas dactilares". Su trabajo con niños sordos le enseñó que las barreras, sean neurológicas o sensoriales, comparten raíces sociales. "Un niño con autismo no verbal y otro con implantes cocleares enfrentan retos distintos, pero ambos necesitan aulas donde la diferencia se vea como riqueza, no como obstáculo".
Un caso concreto: en una escuela de Cambridge, implementaron "rincones de regulación" —espacios con luces tenues y texturas suaves— no solo para alumnos con necesidades especiales, sino para cualquiera que sintiera abrumación. "El resultado fue menos estigmatización y mayor empatía. Los niños empezaron a preguntar: '¿Quieres que te acompañe al rincón tranquilo?' en vez de burlarse", relata Hughes.
Pero la inclusión tropieza con resistencias inesperadas. "El mayor desafío no son los niños, sino los padres que exigen castigos ante cualquier conflicto", confiesa una maestra de Lancashire entrevistada para el libro. Hughes lo ejemplifica: "Si un niño con TDAH golpea a otro sin intención, algunos padres piden expulsión en vez de diálogo. La solución está en talleres donde las familias entienden que la diversidad beneficia a todos: prepara a sus hijos para un mundo complejo".
El libro ilustrado que derriba el '¿Qué hiciste hoy?'
Para acortar la brecha entre percepciones adultas y vivencias infantiles, el equipo de Hughes lanzará en diciembre un libro ilustrado sin texto. "Muestra escenas como un niño mirando fijamente su sándwich en el comedor, o dos amigos construyendo un fuerte con sillas. La idea es que padres e hijos inventen historias juntos, revelando lo que realmente importa: no '¿Aprendiste la letra B?', sino '¿Con quién te reíste hoy?'", explica.
La herramienta responde a un hallazgo clave: los padres tardan un año en sincronizarse con las emociones escolares de sus hijos. "En reception (4-5 años), solo el 30% de las familias coincidían en describir un día 'bueno' o 'malo'. En year one (5-6), el porcentaje subía al 70%. Los adultos necesitan tiempo para decodificar indirectas: que un niño diga 'nada' al preguntarle por la escuela puede significar 'tuve miedo de contarte que me caí'", analiza Hughes.
¿Cómo traducir décadas de investigación en consejos para un niño de cuatro años? Hughes ríe: "Los veteranos de primer grado suelen advertir a los nuevos: 'Aprende dónde está el baño'. Parece trivial, pero para ellos es crucial: evita accidentes que generen burlas". Su recomendación para padres es doble: "Ponte en los zapatos del niño... y en los del maestro. Este último ve a 30 seres en un ambiente nuevo, con códigos que desconoce. No es insensibilidad si no nota de inmediato que tu hijo es un genio del violín. La paciencia construye confianza mutua".
Un ejercicio propuesto en el libro invita a los padres a recordar su primer día de trabajo: "El nerviosismo, el temor a equivocarse, la alegría al encontrar a un colega amable. Así se sienten ellos. La diferencia es que un adulto puede verbalizarlo; un niño de cuatro años, no".
Al final, Hughes regresa a su metáfora favorita: "La educación no es llenar una cubeta, sino encender un fuego. Y para que arda, se necesita oxígeno: tiempo para explorar, equivocarse y, sobre todo, jugar. Incluso si ese juego consiste en escribir números microscópicos que nadie más entiende".
© SomosTV LLC-NC / Photo: © University of Cambridge
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