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Estudian agresividad y espíritu de colaboración en etapa preescolar

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En un laboratorio de Taiwán, un grupo de investigadores decidió observar de cerca el comportamiento de los ratones. Lo que parecía, a primera vista, un simple estudio de agresividad animal, terminó por abrir una ventana hacia la infancia humana. La conclusión, al menos para el equipo de la Universidad Nacional Tsing Hua (NTHU), fue clara: cuando se logra contener la agresión, surge la posibilidad de conductas más cooperativas y altruistas.

El proyecto se gestó tras la fusión de NTHU con la Universidad Nacional de Educación de Hsinchu, un proceso que impulsó los cruces entre disciplinas antes separadas. Allí coincidieron la profesora Yu-Ju Chou, del Departamento de Educación Infantil, y el biólogo Tsung-Han Kuo, del Departamento de Ciencias de la Vida. Ambos lideraron la investigación que, tras varios años de trabajo, fue publicada en la revista internacional Behavioral and Brain Functions.

En la parte experimental con animales, Kuo aplicó un test conocido como “resident-intruder assay”. En él, un ratón macho permanece aislado en una jaula durante una semana. Luego se introduce otro ratón, desconocido, en ese mismo espacio. El resultado habitual es la agresión:

el residente se abalanza sobre el intruso. Pero en este caso, los científicos fueron más allá. Al intervenir las zonas cerebrales asociadas con la agresividad, la violencia desapareció. En su lugar, los ratones comenzaron a lamer y acicalar a sus compañeros, un comportamiento conocido como “allogrooming”.

“Esto parece demostrar que los ratones son inherentemente amables”, comentó Kuo, consciente de la paradoja que encierra la frase. Para él, la agresión cumple una función evolutiva innegable, pero la disposición a la cooperación y la empatía no se ha extinguido: permanece latente, como una fuerza oculta que puede aflorar bajo determinadas condiciones.

Chou, desde otra perspectiva, buscó comprobar si algo similar ocurría en la infancia humana. Durante un año observó a más de cien niños y niñas de entre cuatro y seis años, centrándose en su capacidad de autocontrol.

Los resultados fueron reveladores: quienes lograban manejar mejor sus impulsos no solo reaccionaban con menos violencia, sino que también estaban más dispuestos a compartir juguetes, esperar turnos o prestar ayuda a sus compañeros. Las conductas agresivas, como arrebatar un objeto o responder con un golpe, disminuían en paralelo al fortalecimiento del autocontrol.

“Antes de aprender autocontrol, los niños tienden a actuar por impulso”, explicó Chou. Pero cuando esa capacidad mejora, añadió, aparecen gestos más pausados y reflexivos: levantar la mano antes de hablar, turnarse con los juguetes, resolver disputas sin necesidad de gritos ni empujones. “El autocontrol puede aprenderse y es más importante que el conocimiento de los libros”, afirmó. Para ella, no basta con enseñar a no golpear o acosar; es necesario fomentar la bondad y trabajar en lo que denomina el “cociente emocional”.

Los hallazgos no se quedaron en la observación pasiva. Actualmente, Chou experimenta con nuevas metodologías para potenciar el autocontrol infantil. La música, el ritmo y la danza son ahora sus herramientas.

Según sus pruebas, introducir actividades de este tipo en la rutina escolar mejora la concentración, reduce las rabietas y aumenta la paciencia, incluso en situaciones tan cotidianas como esperar en una fila. También se registraron más gestos de cooperación y de ayuda mutua entre los niños participantes.

La investigadora sostiene que tanto en humanos como en animales existe una motivación altruista de origen natural. La clave está en aprender a regular los impulsos agresivos para que esa motivación encuentre espacio. El estudio, en definitiva, no solo aporta información sobre el comportamiento social en los ratones, sino que abre un debate sobre cómo educar en la primera infancia.

En la frontera entre biología y pedagogía, el trabajo de Chou y Kuo sugiere que la capacidad de convivencia no es un adorno cultural, sino un rasgo con raíces profundas. Lo que se aprende en los primeros años de vida —el modo en que se gestionan los impulsos y se canalizan hacia la cooperación— puede marcar la diferencia en el bienestar emocional y en las relaciones futuras de quienes hoy apenas están descubriendo cómo compartir un juguete o esperar su turno en clase.

© SomosTV LLC-NC / Photo: © Hsinchu International School

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