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Cómo la posición social moldea el cerebro de los niños

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En algún lugar de Nueva York, una niña de nueve años camina de regreso a casa desde la escuela, pasando junto a vitrinas con ropa que no puede comprar, anuncios de vacaciones que su familia nunca ha tomado, edificios donde no vive. A unas pocas cuadras, otro niño de su misma edad juega en la terraza de su edificio de lujo. Ambos crecen en la misma ciudad, pero en realidades distintas. Y, según un nuevo estudio, esas diferencias no solo marcan sus oportunidades económicas: también moldean sus cerebros.

Un equipo de investigadores de la Universidad de York, el King’s College London y la Universidad de Harvard acaba de publicar en Nature Mental Health los resultados de un estudio que establece una conexión clara entre la desigualdad de ingresos en la sociedad y alteraciones en el desarrollo cerebral infantil. No se trata simplemente del nivel de ingreso de una familia, sino de la manera en que el ingreso está distribuido en el entorno donde el niño o la niña crece.

Para llegar a esta conclusión, el equipo analizó datos de más de 10.000 niños y niñas de entre 9 y 10 años, procedentes de distintos estados de Estados Unidos. La fuente fue el estudio Adolescent Brain Cognitive Development (ABCD), uno de los recursos de neuroimagen en desarrollo infantil más ambiciosos y extensos que existen.

Con la ayuda de imágenes de resonancia magnética, los investigadores observaron cambios estructurales y funcionales en la corteza cerebral, la región más externa del cerebro y la responsable de funciones complejas como la memoria, la atención, el lenguaje y la regulación emocional. Los niños que vivían en contextos de mayor desigualdad económica mostraron una superficie cortical más reducida y conexiones alteradas entre distintas regiones cerebrales.

Los cambios, según explican los autores, no eran anecdóticos. Tenían consecuencias visibles en la salud mental de los niños: seis y dieciocho meses después de las resonancias, se observó que aquellos que habían crecido en contextos de mayor desigualdad presentaban síntomas más pronunciados de ansiedad y depresión. Algunos de los cambios en el cerebro aparecían como mediadores: no solo coexistían con los síntomas psicológicos, sino que parecían ser el canal a través del cual la desigualdad social terminaba afectando el bienestar mental.

“La desigualdad no es solo una cuestión económica. Es una cuestión de salud pública”, afirmó Kate Pickett, profesora del Departamento de Ciencias de la Salud en la Universidad de York. “Los cambios cerebrales que observamos en regiones involucradas en la regulación emocional y la atención sugieren que la desigualdad crea un entorno social tóxico que literalmente moldea cómo se desarrollan las mentes jóvenes, con consecuencias para la salud mental que pueden durar toda la vida”.

El estudio se centró en una medida conocida como coeficiente de Gini, que indica qué tan igual o desigual es una distribución de ingresos en una región: un valor de 0 representa igualdad perfecta, donde todos tienen el mismo ingreso; un valor de 1 representa desigualdad total, donde una sola persona concentra todo el ingreso. Ninguna sociedad se ubica en los extremos, pero hay diferencias notables. Entre los estados más desiguales del estudio se encontraron Nueva York, California, Connecticut y Florida. Los más igualitarios fueron Utah, Wisconsin, Minnesota y Vermont.

El hallazgo más revelador fue que los efectos de la desigualdad eran independientes del nivel de ingreso individual de las familias. No importaba tanto si un niño era rico o pobre, sino si vivía en una sociedad donde la brecha entre los que más tienen y los que menos tienen era amplia. “Esto no se trata simplemente del ingreso familiar individual”, explicó la doctora Divyangana Rakesh, del Instituto de Psiquiatría, Psicología y Neurociencia del King’s College London. “Ambos grupos —niños de familias con altos ingresos y de bajos ingresos— mostraron un desarrollo neurológico alterado, y establecimos que esto tiene un impacto duradero en su bienestar”.

Los científicos creen que parte del fenómeno puede explicarse por el estrés crónico que genera vivir en un entorno desigual. Comparaciones constantes, ansiedad por el estatus, presión por pertenecer: todo ello impacta los niveles de cortisol, la hormona del estrés, que a su vez puede afectar el desarrollo del cerebro y de otros órganos.

El profesor Vikram Patel, de la Universidad de Harvard, resumió así las implicaciones: “Estos hallazgos se suman a la creciente literatura que demuestra cómo los factores sociales —en este caso, la desigualdad de ingresos— pueden influir en el bienestar a través de vías que incluyen cambios estructurales en el cerebro”.

La conclusión de los investigadores es directa, pero no por eso simple: las políticas que buscan reducir la desigualdad podrían tener efectos profundos en la salud mental de las generaciones futuras. No solo se trataría de una cuestión de justicia social o económica, sino de un imperativo para el desarrollo saludable de la infancia.

Este tipo de estudios ofrece una mirada distinta sobre la pobreza y la desigualdad: ya no como condiciones que afectan solamente el presente, sino como fuerzas que, desde muy temprano, imprimen su huella en el cuerpo, en la mente y en las conexiones invisibles que determinan cómo pensamos, sentimos y nos relacionamos con el mundo.

Mientras las discusiones sobre la economía siguen marcando agendas políticas, esta investigación introduce una urgencia distinta: la necesidad de pensar en qué tipo de entornos estamos creando para que los niños crezcan. Porque, como demuestran las imágenes cerebrales de estos más de 10.000 niños y niñas, la desigualdad no es una estadística abstracta: es una marca en la corteza, una alteración en la sinapsis, un riesgo que se acumula silenciosamente en cada año de desarrollo.

© SomosTV LLC-NC / Photo: © Adam Jones

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