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La huella que deja la infancia: cuando un pasado difícil limita el futuro de los hijos

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En algunas familias, el futuro parece empezar mucho antes de nacer. A veces, en una cocina donde faltaba dinero para el alquiler; otras, en el silencio de un hogar fracturado por un divorcio. Para muchos niños, crecer significa aprender que los adultos también tiemblan frente a la incertidumbre. Y según un estudio reciente de la Universidad de Penn State, esas experiencias no desaparecen del todo cuando la niñez termina. Siguen ahí, como un eco que atraviesa décadas y vuelve a sonar cuando llega el momento de ayudar económicamente a los propios hijos.

El investigador Kent Cheng, del Center for Healthy Aging de Penn State, se hizo una pregunta que suele eludir los discursos sobre superación personal: ¿puede un pasado difícil achicarse tanto que deje de moldear el futuro? O dicho de otra manera, si alguien creció con carencias afectivas o materiales, ¿llega algún día a desprenderse del todo de esa marca cuando toca sostener a la generación siguiente?

Dinero, estudios y silencios que vuelven

Cheng encontró que la respuesta, al menos en parte, es no. En su estudio, publicado en el Journal of Marriage and Family, observó que madres y padres que atravesaron desventajas en su niñez aportaron menos dinero para la educación de sus hijos, incluso cuando en la adultez habían alcanzado una buena posición económica. “Este trabajo ilumina cómo la desventaja se perpetúa a través de generaciones y se cruza con divisiones sociales más amplias”, explicó. Y añadió que esas divisiones pasan, cada vez más, por quién tiene o no un título universitario, una frontera que “está dando forma a la vida estadounidense”.

La investigación se apoya en un mecanismo simple y poderoso: el dinero que ayuda a pagar universidad o gastos educativos no es solo una transferencia familiar. Es una llave. Una que algunos jóvenes reciben y otros no. Según Cheng, quienes vivieron cuatro o más desventajas en la infancia terminaron dando, en promedio, 2.200 dólares menos a sus hijos que quienes crecieron sin ninguna. La cifra puede parecer abstracta, pero cobra sentido cuando se la mira junto al costo universitario en 2013, año de los datos analizados: quienes arrastraban desventajas pudieron cubrir cerca del 23 por ciento de un año académico. Los otros, alrededor del 34 por ciento.

No se trata de una cuestión de voluntad. El estudio no evalúa el deseo de ayudar, sino el hecho práctico: cuánto se entrega y si se entrega. La diferencia persiste incluso cuando los padres con pasados difíciles han alcanzado mejores ingresos. “La infancia realmente deja una marca imborrable en la capacidad de dar dinero a los hijos más adelante, incluso si uno logra tener éxito en la mitad de la vida”, señaló Cheng.

Abrir la puerta o cargar la mochila

El trabajo se construye a partir de un conjunto de datos rara vez disponible con tal detalle. Cheng recurrió a la Panel Study of Income Dynamics, iniciada en 1968, un archivo de historias y números que ha seguido a familias estadounidenses a lo largo de medio siglo. También utilizó el módulo Rosters and Transfers, de 2013, y el Childhood Retrospective Circumstances Study, de 2014, donde se indagan recuerdos sobre barrios, relaciones familiares, escuelas, salud y economía doméstica.

A cada participante se le asignó una puntuación de desventaja infantil basada en 13 factores. Casi como un inventario emocional y material del pasado. Luego, se cruzaron esos datos con los montos que cada uno transfirió a sus hijos en la adultez. No hay dramatismo en las cifras. Tampoco grandes giros narrativos. Hay, en cambio, un patrón que se repite con obstinación: quien arrastra un pasado duro tiene más dificultades para abrir la puerta económica a la siguiente generación, incluso después de haberla forzado con esfuerzo para sí mismo.

El hilo que no se corta

Cheng enmarca sus hallazgos en un paisaje social donde el acceso a la universidad marca caminos opuestos. “Si tus padres pueden darte algo de dinero para que no tengas que pedir préstamos para la universidad, estás en ventaja”, recordó. Y es en ese punto donde el estudio adquiere una resonancia menos estadística y más humana: la inequidad no siempre empieza con el mercado laboral o el precio de la matrícula. A veces nace en la mesa de la cocina, en la cuenta bancaria de un padre que intenta no repetir la historia, pero que tampoco puede borrarla del todo.

La investigación no sentencia destinos. Sigue más bien el rastro de una cadena que se extiende de generación en generación. En ella conviven aspiración, esfuerzo y memoria. También un recordatorio incómodo: los logros personales no siempre cancelan las sombras de la infancia. Incluso cuando el presente parece estable, queda la marca silenciosa de lo que faltó.

Cheng lo describe como una pieza más del rompecabezas de la desigualdad en Estados Unidos. No una que se vea en los titulares políticos ni en los grandes debates abstractos, sino en la intimidad familiar, al decidir cuántos dólares poner para que un hijo estudie. En ese gesto discreto, casi doméstico, puede asomar el tamaño real de lo que la infancia dejó atrás.

© SomosTV LLC-NC / Photo: © Texas Divorce Lawyer

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